Remembranzas
Por: Arturo Pérez Arteaga :.
Allí sentada frente al mar en su taburete de cuero y bajo una frondosa mata de uva playera, en un remanso fresco y tranquilo de esos que ofrecen los cientos de kilómetros de playa hermosa y eterna de nuestro país, bajo un sol radiante como la vida, fuerte como nuestra gente y generoso como nuestro suelo, se encontraba doña Carmen contemplando la inmensidad y la belleza que le rodeaba sin otra compañía que sus recuerdos, que para esa tarde estaban vivos, mas vivos que nunca, mas vivos que siempre.
Con el rostro surcado por marcas imborrables que el padre tiempo le ha
regalado, como medallas de valor y constancia para quien se ha atrevido a venir
a este mundo y vivir, vivir mucho y con toda la intensidad de la que pudo ser
capaz.
Su cabello cano, blanquito como la espuma de esas olas que chocan
impetuosas contra la playa, demostrando, en una dualidad casi mágica, su fortaleza
demoledora y a su vez la suavidad rítmica con la que termina a los pies de doña
Carmen casi domada, casi vencida, casi dormida; para luego volver y atacar con
el mismo ímpetu, en una secuencia tan vieja e infinita como el tiempo mismo.
Su piel, curtida por el sol y por el paso de los años, habiendo perdido
la consistencia lozana de otrora, había sido testigo de sensaciones mil, que coleccionó
a lo largo de sus muchos años, desde el frío de nuestros páramos, hasta sudar
por el calor intenso de nuestros médanos o por su participación en cuanto
baile, concentración, o bochinche pudo estar hasta terminar exhausta pero
satisfecha. Esa misma piel que se puso como de gallina cuando recibió su primer
beso de amor, o para ser totalmente sinceros, con cada beso recibido, porque
cada beso para ella fue único e irrepetible, desde el mas corto hasta el mas
largo, desde el beso en la frente dado por su padre adorado, su primer amor,
pasando por el beso apasionado de aquella vez en la cual se entregó por primera
vez al hombre que ella escogió y llegando hasta el beso recibido en las
mejillas con la ternura y el amor que hijos y nietos saben prodigar. Piel que
tembló de miedo en muchas ocasiones y que fue testigo fiel de las sensaciones,
venturas y desventuras de una mujer que a pulso se ganó ese título que le ha
honrado desde siempre y con el cual se identifica con la patria, porque según
doña Carmen, “La patria tiene que ser una mujer, una mujer indómita, rebelde,
pero dulce y amorosa”.
En esta ocasión, como en pocas otras, doña Carmen estaba absorta, como
distraída, recordando, enumerando, reviviendo…
Recordaba su niñez y los juegos con sus ocho hermanas y hermanos que no
podían ser muchos, porque todas y todos debían ayudar a sus padres a trabajar
la tierra para llevar a la mesa el sustento diario. Evocaba la vez que escuchó
la radio que se encontraba en la bodega del pueblo donde nació, aparatito aquel
bastante curioso y que era la atracción del momento porque mágicamente parecía
contener dentro de sí muchos hombres y mujeres y todo tipo de instrumentos para
hacer música, muy lejos estaba la niña Carmen de pensar que se trataba de la
difusión de ondas hertzianas y mucho menos escuchar hablar de cosas como el
espectro radioeléctrico. Fue a través de ese aparatito donde pudo conocer el
mundo mas allá de lo que había visto y fue allí donde por primera vez, en su
noticiero, escuchó hablar de términos como gobierno, presidente, huelgas y esos
temas que para ella eran bastante extraños y como todo niño o niña, prefiere
concentrarse en las cosas que menos se parezcan a la de los adultos. Le vino un
recuerdo muy vivido de la ocasión en la que Evangelista, su hermana mayor,
había roto la vasija de barro en la que traían agua del río, al ver surcar por
los cielos aquel enorme pájaro de acero que les hizo creer que estaban siendo
visitados por dioses o seres de otros mundos, sólo relatados en las historias
de la radio y así Carmen y sus hermanos conocieron lo que después supieron, era
un avión.
Venía a su memoria todo el trabajo y hambre que pasaron ella y sus
hermanos y hermanas cuando su padre, de la noche a la mañana decidió dejar su
campo amado para probar fortuna en la Capital de la República, con la idea de
obtener una mejor vida para todas y todos y partieron llenos de esperanza,
dejando atrás su conuco que al menos les dotaba de la comida diaria, para
llegar a vivir en un rancho de lata que estaba en un cerro, en los márgenes del
río que atravesaba una pujante ciudad, misma que creció a sus ojos, a medida
que ella se hacía señorita. Fueron esos, años muy duros y doña Carmen no pudo
evitar rememorar todas las cosas que tuvieron que pasar para tratar de conseguir
esa mejor vida de la que su padre tanto hablaba y que ella, a punta de buscarla
no había podido encontrar. En esos años, otra gente, que al parecer también
había ido a la Capital
a buscar lo mismo que su padre, se asentó en los sitios adyacentes y los
barrios y ranchos fueron creciendo y creciendo, poblándose y multiplicándose y
con la gran cantidad de gente llegaron los problemas y necesidades, el hambre
se hizo presente, tanto en su hogar, como en el de sus vecinos. El miedo se
instaló en su corazón cuando uno de sus hermanos fue muerto a causa de una de
esas personas, que intentaban ganar la buena vida de forma fácil o que
simplemente había sido cegado por tanta miseria y tanta hambre. A pesar de
todo, Carmen salió adelante, su familia se mantuvo unida incluso luego de la
muerte de su padre, otro doloroso recuerdo, pero para esto tuvieron que
trabajar muy duro, siendo explotadas y explotados en cualquier cantidad de
oficios, cada uno mas degradante y miserable que el anterior, trabajando para
patrones que no entendían y bueno, aún muchos no lo hacen, que el obrero no es
su esclavo, sino su igual y que el trabajo es un claro dignificador de la
condición humana y no un castigo como por años se nos ha querido imponer.
Recordó a su primer amor de juventud que pese a toda la situación también lo
hubo, porque: “los pobres debemos tener tiempo para todo” según las palabras de
la misma Carmen.
Revivió el momento cuando nacieron sus hijos y como con esfuerzo los
crió, tratando de mantenerlos alejados de los vicios.
También vino a su memoria el instante cuando, con muchos esfuerzos,
pudieron comprar su primer televisor. Aparato que ya sin la inocencia de sus
años de niñez le seguí pareciendo mágico, quizá por su condición de pueblerina
o quizá por esa capacidad que siempre tuvo de no renunciar a la magia que debe
albergar nuestro corazón con el fin de mantener siempre viva la esperanza y la
fe. Fue por ese aparato por donde pudo ver como el país, al igual que ella,
crecía y maduraba con el paso de los años. Rememoraba como cada cinco años
varios señores de traje y corbata aparecían por allí prometiendo mejorar y
cambiar todo, esos mismos señores, en un verdadero acto de magia, eran vistos en
esas ocasiones por el barrio saludando gente y prometiendo mucho, prometiendo
de todo. Nunca pudo olvidar Carmen, la ocasión en la cual uno de esos señores
le entregó una caja de zapatos para unos de sus niños y su cara se llenó de
alegría primero al recibirla y de frustración luego al comprobar que dentro de
la caja sólo había un zapatito, “esto debe ser un error” se dijo y corrió tras
el señor para decirle lo que pasaba, obteniendo por respuesta: “cuando gane te
entregaré el otro zapato”. Ese señor no ganó y doña Carmen aún conserva el
zapato en su cajita como un recuerdo de aquellos años que ella misma llamó de
promesas y mas promesas.