Aclaratoria Importante

Este blog, acaba de cambiar de nombre, porque el de "Trinchera Literaria" fué cedido al colectivo de letras al cual pertenezco. No obstante los objetivos permanecen intactos, espero seguir contando con sus visitas

martes, 28 de febrero de 2017

"Sueño en progreso" y "Post Mortem". Cuentos breves

Otro par de cuentos muy breves, espero sus comentarios.



"Sueño en progreso"
Por: Arturo Pérez Arteaga:.
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Soñé que me desplomaba de un precipicio muy alto, desperté sobresaltado para descubrir que seguía en picada, mi cama, mi despertador y todo en mi habitación caía libremente a mi alrededor, en lugar de asustarme navegué un poco en el aire para tomar mi teléfono móvil, al alcanzarlo tomé conciencia de que debía seguir durmiendo, en ese momento, el golpe contra el frio suelo me despertó, y allí estaba yo, en pijamas con el celular en la mano tirado en la calle a cinco kilómetros de casa.
 

-APA-
 


"Post Mortem"
Por: Arturo Pérez Arteaga:.
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De imaginar siquiera que ese ataúd sería tan incómodo, él mismo habría supervisado su fabricación con mucho cuidado. 

-APA-
 

domingo, 26 de febrero de 2017

"Cansancio". Cuento breve

Para mis amigas y amigos lectores de este humilde blog, someto a su crítica otro de mis cuentos y como siempre espero que al menos no les disguste en demasía. Un fuerte abrazo


Cansancio

Por: Arturo Pérez Arteaga :.
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Estoy agotado, necesito reposar, lamento que a mi descanso lo asiste una especie de maldición bastante necia si se me permite decirlo. Cada vez que intento dormir algo ocurre y el sueño se interrumpe dejándome en vela y estresado, por eso ya no lo intento, sólo espero a que me alcance, como la muerte, de forma sorprendente e insoslayable, para luego despertar repentinamente en cualquier lugar, como se me antoja despertó Lázaro, el fulano aquel al que resucitó un profeta que ya no recuerdo quien fue.
Mi cigarrillo a medio fumar sigue allí en la taza de peltre que improvisé como cenicero, releo mis notas, nada bueno sólo frases fantasmas y párrafos famélicos tan cortos y burdos que parecen provenir de una oficina de telégrafos. Desvarío, no me concentro y ni hablar de la inspiración, debe ser el cansancio, la falta de sueño o no sé qué, mis ojos se cierran solos, debo dormir, necesito hacerlo, tomo un sorbo del café frio que me resta, me siento vencido, no resisto más… suena el teléfono.

-APA-

viernes, 24 de febrero de 2017

Clásicos: "El corazón delator" de Edgar Allan Poe

Ahora les presento este extraordinario cuento de unos de los grandes maestros del género: Edgar Allan Poe, quien con su pluma y estilo ha inspirado a muchos otros a seguir el camino de la literatura. Nunca serán suficientes los agradecimientos o los halagos que le podamos tributar. 

El corazón delator
De: Edgar Allan Poe

Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia. 

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuan astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándole por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarle mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque le sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: —¿Quién está ahí? 

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: «No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez.» Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que le movía a sentir —aunque no podía verla ni oírla—, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice — no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado—, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras le miraba. Le vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas sí respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarle al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano —ni siquiera el suyo— hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues... ¿que tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y qué podía yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!

—¡Basta ya de fingir, malvados! —aullé—. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!

-FIN-

miércoles, 22 de febrero de 2017

Un poema inspirador

Comparto con ustedes este poema que desde que lo escuché la primera vez me pareció muy inspirador además de hermoso por todo lo que transmite.



martes, 21 de febrero de 2017

Hábitat Poético: "Carpe Diem"

A la bella poeta Fanny Díaz la conocí hace poco, luego de tropezarnos varias veces en eventos y reuniones a los que nuestro común amor por las letras nos han llevado. Ahora tengo la suerte de formar parte de un grupo que ella también integra y con el que hace poco compartió este bello poema, le solicité su permiso y amablamente accedió para que lo publicara en este blog... Disfrútenlo como yo

CARPE DIEM
de: Fanny Díaz
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Capitán quiero decirte

Que después de haber navegado contigo

 mar adentro.

 Puedo cerrar los ojos y  recorrer tu mar

 Observar el agua transformarse en color y sonido a la vez...

Ver al sol haciendo juego con el mar

Es imposible saber si puedo renunciar a ello

Capitán...

Sumerjo mis sentidos

Para atrapar  al pez de tus sueños multicolor

Al crepúsculo naciente

Que anuncia la  llegada de la tarde

 Con un  solo olor a mar

Una sola caricia la del  viento

Deja que tu marinero único acompañante

De tu embarcación

Fije la mirada al  horizonte ..

 Capitán, "oh mi Capitán"

Sé que has navegado aguas profundas

Que has luchado con " Circe" y has hecho caso omiso al canto engañoso de las sirenas.

Cual Ulises ...

Travesías que solo puede pasar un Capitán

Y que desea compartir con su marinero

Cómo saber Capitán dónde termina el mar ...
Pero si  le pudiste  responder al Marinero cuando te pregunto ...qué te  gustaba  del mar ? .-  y le repondiste..- Todo.

lunes, 20 de febrero de 2017

«Presa fácil». Cuento breve

Para no perder la costumbre de compartir las cosas que escribo, les remito este cuento, inspirado en una costumbre que me parece algo extraña de utilizar los cristales de los vehículos como pizarra de información de logros, destinos y otras cosas. Espero que les guste.


«Presa fácil»

Por: Arturo Pérez Arteaga:.
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Al vehículo detenido en el pesado tráfico se le acercó aquel joven que dio unos golpes en la ventanilla del pasajero, sus dos ocupantes algo sorprendidos dudaron, pero terminaron bajándola para saber que se le ofrecía.


El joven, los saludó con familiaridad y les dijo que era amigo de Fabiola y que en varias oportunidades los había visitado para estudiar. “¿Pero cómo recordarlo?” pensaron los padres de Fabiola, si en esos años su casa parecía un hostal de tantos estudiantes y amigos que pasaron y durmieron allí. Le hicieron ver que lo recordaban vagamente y con la mayor educación le preguntaron ¿que se le ofrecía?. El muchacho les dijo que había sido víctima de un robo, que no tenía dinero, pero sólo necesitaba que lo dejaran unas cuadras más adelante cerca de un familiar para que lo ayudara.


Ante la situación, tan común en estos días, luego de preocuparse realmente por su bienestar, le permitieron subir al auto y en la medida que el tráfico se los permitió, desaparecieron calle abajo en la dirección que llevaban.


Los cuerpos sin vida de los señores fueron encontrados dentro del automóvil tres días después a las afueras de la ciudad, ultimados por heridas de bala. Las investigaciones policiales indicaron que el motivo del crimen había sido el robo, la prensa reseñó la noticia con una fotografía del auto, en cuyo cristal posterior se leía, “ya mi hija Fabiola es médico”.

-FIN-

jueves, 16 de febrero de 2017

Un artista del trapecio. De Franz Kafka

UN ARTISTA DEL TRAPECIO

De: Franz Kafka
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 Un artista del trapecio –como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre– había organizado su vida de tal manera –primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica– que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades –por otra parte muy pequeñas– eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.



De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.



Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.



A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.



Así hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar, que le molestaban en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente. El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia deltrapecio.



En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba, arriba, en la redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina –pero en algún modo equivalente– de su manera de vivir.



En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio. A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del trapecista, de modo que, por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaban penosos.



Una vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.



El empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos trapecios serían más variados y vistosos.



Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, lo acarició y abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:



–Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!



Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarle. Le prometió que en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.



En cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarle, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño, aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.

-FIN-

martes, 14 de febrero de 2017

Las Linares. De José Rafael Pocaterra

Un cuento hermoso de José Rafael Pocaterra, que de manera muy similar a "La noche de los feos" de Benedetti, resalta la belleza y el amor, por encima de los convencionalismos y prejuicios ridículos que sólo muestran muchas de las miserias de los seres humano... espero que les guste:

Las Linares
De: José Rafael Pocaterra
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…Las Linares son cuatro. Se casó la segunda; acaso la de mejor físico. Y no es bonita ni mucho menos: unos ojos grandes un poco saltones, la boca grande también y coincidiendo con los ojos. ¡Pero las cejas…! Las cejas de todas ellas que son dos bigotes invertidos, dos montones de pelos negros y ríspidos, en arco de treinta y seis grados hacia las sienes donde el cabello lacio, acastañado, encuadran la fisonomía inexpresiva que caracteriza a la familia.


Las otras tres hermanas, más o menos así mismo: a una la desmejora la nariz arremangada, a otra el corte del rostro en ángulo recto, y a la menor todo esto junto y además el desconcierto que causa aquella criatura tan raquítica, tan menguada, tan hecha retazos, con un vozarrón que pone pavor en el ánimo…Todas, pues, así: ni gordas ni magras, a pesar de la anemia; caminan como escoradas a la izquierda; paseando dan la impresión de que huyen, de que tratan de escapar restregándose a la pared, como perros castigados.


Pero sobre todo ¡aquellas cejas! La misma Juanita Ponce que no se ocupa del mal de nadie, pagando visita a las Pérez Ricaurte, no pudo disimularlo:


-Mamá está muy contenta con este vecindario; es gente muy buena: ustedes, las Lopecitas, el señor Anchoa Castrillo, todos… ¡Y esas mismas muchachas Linares, las pobres, a pesar de sus cejas, son muy simpáticas!

Es una pesadilla. En las tiendas, en el tranvía, en las tertulias, en el cine, para dar una dirección: “Las muchachas cejonas”, “las de las cejas”, “casa de las que tienen el bigote en la frente…” un horror, en fin.

La que logró casarse, la segunda, lo hizo con un muchacho histérico que fue cantor en el coro de Santa Rosalía, pero que en ciertas épocas pierde el  juicio y se sale desnudo dando vida a la Divina Providencia; ha perdido la voz y pasa los días haciendo jaulas que manda a vender al mercado. Una vida triste, pero humilde. Sin embargo, la familia de este infeliz aprobó su matrimonio con una salvedad:

-Sí, ella era buena y todo, pero ¡que cejas!


Las otras tres, peludas y tristes, a la edad en que las mujeres más fatalistas no sueñan con doblar sin compañero al cabo de Buena Esperanza, ya han adquirido esa filosofía cínica de las solteronas que “no enganchan”.


Nadie, o casi nadie, va a casa de ellas; en cambio ellas visitan mucho; andan a tiendas; cosen la “canastilla del Niño”; recogen para la “liga contra el mocezuelo”. Sus trajes siempre parecidos, adornados con lacitos coloridos, apestando a un perfume barato. Se les ve en toda suerte de obras pías, o admirando un incendio, o acompañando un duelo; donde hay una fiesta o están dentro o están por la  ventana, pero están, dan nombres propios, detalles, saludan, conocen a todo el mundo: “Esta es Laura Elena, la señora de Fokterre; el otro debe ser el musiú que se casa con una de las Palustre y vino esta mañana de La Guaira; ¿Cuándo le bajarán la falda a la hija del doctor Perozo? ¡Ya es una indecencia esa mujerona con unas piernas de fuera!”.


Pero no se casan. Y no es porque tengan mayores ambiciones; no, señor; pueden decir sentimentalmente al elegido: contigo pan y cebollas, contigo debajo de un cují.

Bueno, mentalmente añadirán, debajo de un cují pero con teléfono y luz eléctrica y cinco pesos diarios, más los alfileres… ¡Pobres!


El único hermano con quien cuentan, César Augusto, es escribiente en la Dirección de un Ministerio con setenta y cinco pesos de sueldo. De ellos se viste, tiene novia, parrandea, da el calzado a las tres hermanas y “ayuda” en la casa. La hermana casada, cuando va a tener un niño, se traslada para el hogar común, y él, naturalmente, contribuye a recibir de un modo digno al nuevo cejudo. Ya ha recibido cinco: todos escrofulosos, pero con las cejas desarrolladísimas. La familia observó enternecida que el penúltimo –se aguarda un nuevo ejemplar de un momento a otro – las tenía rizadas. Al fin y al cabo es una mejora en la especie…

Bueno. Estas son las Linares. La casada se llama Andrea y las otras, como casi todos los seres desgraciados, poseen lindos nombres: Carmen Margarita, Luisa Helena, Berta Isabel…


El que refería, sin turbarse, esperó el chaparrón de bromas con que fue acogida su desairada historia:

-Como ustedes quieran; pero es así…la primera parte. La segunda voy a referirla.

Todos gritaron protestando.

-No, no, no.

-¡Se suspende la sesión!

-¡No hay derecho a la palabra!

-¡Es horrible!

-¡Piedad!

-Asesino

-¡Troglodita!

-¡Hay alevosía, ensañamiento, lata!

Pestañeó tras los lentes, arrojó una bocanada de humo sobre nosotros y volvió a sonreír:

-La segunda parte…- dijo.

-¡Que no!

-¡Oigan, oigan, es triste! Y además divertida.

-¡Es estúpida, seguramente!

Dominando la última frase, impuso el resto:

-Sí, es estúpida desde cierto punto de vista…Un día, Carmen Margarita tuvo novio.

-¡Despatarrante!

-¡El cuento se hace trágico!

-¡Hoffman!

-Edgar Allan Poe.



-…Tuvo novio –repitió- tuvo por novio a un amigo nuestro que está aquí en este momento…El nombre de ese miserable –repuso- el nombre no es del caso…Mi amigo se asomó a aquellas vidas oscuras y maltratadas, espió detrás de aquellos ojos saltones, nostálgicos.



-Bajo aquellas cejas siniestras –interrumpió otro,


-Sí, bajo aquellas cejas siniestras, en el fondo de los ojos, vio el alma…Se enamoró de pronto como un loco…Ustedes no saben eso porque ustedes no han amado: La vanidad, la crítica superficial de las cosas, la mirada que ve las formas recortadas y no los matices de la expresión…ustedes no saben esto, no pueden comprenderlo; ustedes, burlones, inteligentes, tontos ven pero no miran…Mi amigo, que vale como el que más de ustedes, se enamoró como un loco; y lo que era cursi y triste y casi cómico, de una comicidad dolorosa, se fue engrandeciendo en su mente primero que a sus ojos: es el alma de las mujeres feas, el alma supremamente virgen que nadie ha turbado, el corazón de la mujer integra que, precioso e intacto, guarda sus ternuras para una hora única, cuando el amor llama a la puerta, cuando él despierta, cuando asoma a los ojos de las feas, por ante las cuales pasamos siempre distraídos y burlones, esos ojos que no han reflejado otros amores; y arrebola la emoción que siente una cara nunca besada, y estremece el cuerpo nunca tocado…Entonces es que un hombre posee realmente, lo que otro jamás deseo, lo que es de él no más, de él solo sobre la tierra... ¡Y piensan ustedes con qué lealtad furiosa, con qué suprema angustia de amor no ama una mujer fea!


Yo por eso me caso dentro de quince o veinte días con Carmen Margarita, con la mayor de las “cejudas” como ustedes las llaman…Esta comida es mi despedida de soltero… ¡Ya saben ustedes…!


III


Y, verdaderamente, yo no sé si porque habíamos cenado fuerte y ese vino francés “alambrado” es proclive a ponerle a uno sentimental, o porque al salir a la calle fría y desierta, bajo lo inesperado de aquella confesión, estábamos turbados; pero todos sentimos una vaga nostalgia de ser así como él, tan valiente para echar sobre lo ridículo de la existencia un noble manto de sinceridad.


FIN