Acabo de leer este cuento del poeta, cronista y novelista venezolano Gustavo Vale y me ha gustado mucho, tanto que considero un acto de egoísmo no compartirlo con quienes visitan mi blog.
La sonrisa de Margarita.
De: Gustavo Vale
Volar.
Siempre quise volar.
Arrojarme en caída libre.
Volar.
De
cómo conocí a Margarita no tiene importancia. Lo importante es ella,
Margarita, a sus diez años, con su pelo medio rubio, medio marrón. Y yo,
a mis ocho años con mis ganas de aterrizar en el corazón de Margarita.
Porque fue por ella o por culpa de ella o a causa de ella que... en fin.
Hoy, muchos años después, a veces pienso que fue una historia triste,
pero justo ahora creo que no, que se trató una historia hermosa. La
verdad, como dice el poeta, de lo que se escribe no se sabe.
Comencemos
por el final. Yo, arriba del tanque de agua, en el lugar más alto de la
casa, a punto de arrojarme al vacío. Era una tarde de abril con muchas
nubes. Húmeda. Oscura. No había tarde más perfecta para volar que
aquella tarde de abril. Mi hermano, desde abajo, me animaba:
–Dale, cagón, dale.
Él era también el operador de la torre de control:
–Viento a favor. Pista despejada. Preparado, listo...
Y
yo que me orinaba encima, con un miedo que me hacía temblar. Pero no
había nada que temer, mi pista de aterrizaje era el blando corazón de
Margarita.
Una semana atrás había hecho pruebas preparatorias con
Malena, mi gata. Subimos juntos al tanque de agua, le coloqué un
improvisado parapente y sin mucha ceremonia, la arrojé en la modalidad
bala felina. La gata dibujó un soberbio tirabuzón y luego planeó con
bastante elegancia. ¡Ah, cómo surcó Malena los cielos de Caracas!
Arañando el aire con ese estilo afrancesado que solo los gatos tienen.
Cayó en sus cuatro patas. Cojeó durante un par de días, pero después
siguió siendo la misma gata vanidosa de siempre.
Los excelentes
resultados de esta prueba preparatoria, me animaron a avanzar en mi
proyecto. Comencé a hacer los planos de mi paracaídas, llené varias
páginas de papel cuadriculado con diversos modelos. Compré cuerditas
reforzadas. Saqué del armario las sábanas que vestían mi vieja cuna y
estuve una semana entera fabricando el prototipo.
Al terminarlo, no se lo mostré a mi hermano, el operador de la torre de control. Pero sí a Margarita.
Margarita
tenía una forma de tratarme muy especial. Me decía: tráeme esto, tráeme
aquello. O me silbaba como a Ronny, su toy poddle: fuiz fuiz, y yo iba a
toda velocidad a su encuentro, porque los silbidos de Margarita eran
los más hermosos silbidos del planeta.
Al ver mi prototipo, Margarita dijo:
–Mejor es el mío.
–¿Tú tienes paracaídas? –pregunté.
–Claro –me respondió –y es mejor que el tuyo.
Sentí
vértigo, un agujero en el estómago. Luego me encerré en mi laboratorio
(es decir, en mi habitación) e hice añicos mis planos garabateados en
papel cuadriculado. Agarré mi prototipo hecho de sábanas y cuerditas y
lo convertí en picadillo con una tijera colegial.
Un día,
Margarita me invitó a merendar en su casa. Era una casa enorme la de
Margarita, parecía un palacio, con unas cabezas de antílopes colgando de
las paredes, con alfombras de piel de tigre o de oso y muchas fotos de
grandes proezas familiares. Fuimos a su cuarto, que también era enorme, y
allí, tirado en su cama, jugando Atari, estaba el operador de la torre
de control, mi hermano.
Margarita sacó del armario una caja enorme. Me dijo: esto es para ti.
Yo abrí la caja. Había una mochila. Y dentro de la mochila un paracaídas. Un paracaídas, pero de verdad verdad.
–Wow –dije.
–¿Lo ves? Es mejor que el tuyo –dijo Margarita.
El operador de la torre de control dejó el Atari y abrió su bocota:
–¿Cuándo hacemos el lanzamiento?
–Mi papá es un verdadero paracaidista –se ufanó Margarita.
–Ah, tienes miedo –dijo el operador de la torre de control.
–Yo no tengo miedo –respondí.
–No
lo molestes –terció Margarita— y luego me preguntó, en voz baja: ¿lo
vas a hacer? Si lo haces te voy a dar un... y sin terminar de decir lo
que iba a decir, silbó: fuiz fuiz. Entonces yo estuve a punto de ir a su
encuentro y ponerme a su entera disposición. Pero a cambio apareció
Ronny, el toy poodle, que aterrizó en sus piernas a una velocidad
asombrosa. El maldito perro faldero se me adelantó.
Las semanas
previas al lanzamiento estuve investigando y afinando cada detalle. Subí
numerosas veces al tanque de agua, calculé el recorrido de punta a
punta, la distancia que había del tanque al patio: unos siete metros.
Reproduje mentalmente cada paso. En mi cabeza estaba todo perfectamente
calculado. Debía correr con todas mis fuerzas desde la parte de atrás y
al llegar al borde pegar un buen salto y abrir el paracaídas. Y una vez
que pegara el salto, pum, a volar.
La noche antes estaba muy
inquieto y tuve este sueño: Ronny, el maldito toy poodle, mordía el
cuello de Malena, mi gata, mientras mi hermano, el operador de la torre
de control, estaba tirado encima de una alfombra de piel de tigre o piel
de oso, mirando al techo y entonces, de pronto, yo me desesperé. No
estaba Margarita, no veía a Margarita por ninguna parte. Margarita,
gritaba, Margarita...
Desperté. Vi mi reloj: eran las 3:30 de la mañana. Faltaban todavía algunas horas para el gran día.
Y
aquí volvemos al comienzo de esta historia. Tarde de abril con muchas
nubes. Densa, oscura. Una tarde mejor que esa, imposible. Y yo arriba
del tanque de agua listo para volar. Viento moderado, cielo despejado,
humedad relativa. El operador de la torre de control daba las
indicaciones y también me daba ánimo:
–Dale, cagón, dale.
Margarita
estaba sentada sobre la grama del patio comiendo galletas y hojeando un
álbum de la Barbie. El paracaídas de su papá me quedaba realmente
enorme: los arneses flojos, las correas colgando, y ese montón de tela
arruchada, como derramándose a mi alrededor. Me asomé por última vez
para ver a Margarita. Desde allá arriba admiré su melena media rubia,
media marrón. Tuve la convicción de que junto a ella me esperaría,
finalmente, algo inolvidable.
Sin embargo, en un instante de
lucidez, dudé. Pensé que el sueño de la noche anterior había sido
premonitorio, un mal presagio. Si Malena, mi gata, moría a manos de
Ronny, eso quería decir que algo andaba mal. Muy mal. Podía haber soñado
con otra cosa. Por ejemplo, con aquello que me daría Margarita después
de mi exitoso salto. ¿Qué sería? ¿Un juguete? ¿Un beso? ¿Un fuiz fuiz
que duraría toda una eternidad? Me reproché no haberle preguntado antes.
¿Por qué no lo hice? ¿Por miedo? ¿Por vergüenza?
–Dale, cagón, dale –escuché de parte de la torre de control. Y luego:
–Fuiz, fuiz –el cristalino silbido de Margarita.
Espanté como moscas los inoportunos pensamientos, deseché todas mis malditas dudas infundadas y entonces, ya decidido, grité:
–Allá voy.
–Dale, que se va a hacer de noche –dijo torre de control.
Respiré
hondo, cerré los puños (o puñitos) para darme ánimo, y en una fracción
de segundo repasé mentalmente todo mi plan. Tomé impulso, corrí desde la
parte de atrás del tanque, corrí lo más rápido que pude y con el viento
a favor hice pie en el borde y... salté.
Alcancé una excelente
altura. Me suspendí como una pluma, como el polvo. Sentí la presión
delicada del aire en mi cuerpo, el viento que susurraba suavemente en
mis oídos y el aparatoso paracaídas que parecía una medusa borracha a
mis espaldas. Quizás no fue el mejor paracaídas para llevar a cabo el
lanzamiento, pero eso es lo de menos. Lo importante es que volé. Créanme
que volé.
Y la sonrisa de Margarita brilló en todo el patio.
-APA-
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