Lo hermoso de compartir con la gente a la que le gusta la literatura es que siempre te premian con grandes regalos, incluso sin proponérselo. La Señora Isabel Casanova, que es uno de mis contactos del Facebook, me habló de este cuento, lo leí y de inmediato me ví en la necesidad de compartirlo con ustedes en este espacio.
Mario Benedetti tiene una obra tan prolífica como buena y para ser sincero me gusta mas su prosa que su poesía, pero no soy quien para criticar, sólo admiro, aprecio y agradezco que tuviese el gesto de compartirla con nosotros.
Para ustedes...
Réquiem con tostadas
De: Mario Benedetti
Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en
conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me
conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en
que empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o
en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor
lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la
contó? Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me
atrevía. Así que, después de todo, le agradezco que me haya ganado de
mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo la
impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también era buena gente.
No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o
tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente
cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien
gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo.
Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que
los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres
diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo
sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a
veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez
tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer
borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se
ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de
acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se
emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó
a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele
bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás,
sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque
estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las
tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchado de tanto llorar.
Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero
cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no
lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente
de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá cuando
ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me
acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores.
Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo
caía estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo
lo levantábamos y lo llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además
aquello era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza
era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el
pantalón todo embarrado y el zapato marrón con los cordones sueltos.
Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un bruto. Pero
no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo
precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no
supe nunca en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto
modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable
de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella
forma. No supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era
que papá, cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella
fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy
bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos
en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el
sueldo de papá nunca alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer
milagros para darnos de comer y comprarnos de vez en cuando alguna
tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos
hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo
menos había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces
hasta nos llevaba a la matinée. Algún raro domingo en que había plata.
Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún
antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo
bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a
nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá
hubiera seguido así toda la vida. Claro que después vino la porquería y
él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre después de
media noche, con un olor a grapa que apestaba. En los últimos tiempos
todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera
nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos
los gritos, pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre
grandote y le tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo por mi y
por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela,
no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que
siempre temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de
costumbre, y la moliera a golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo
flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo era más, pero quería estar
cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni mamá
eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que
tienen plata, pero por lo menos viven en lugares decentes, con balcones a
la calle y cuartos con bidet y bañera. Después que pasó todo, Mirta se
fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo estoy por
ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se
pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se
habían opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían
razón) y cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque
papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron
una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se
lo pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas
de hablar con usted, porque (no sé qué cara va a poner) usted fue
importante para mí, sencillamente porque fue importante para mi mamá. Yo
la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré
decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para
mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé
qué, algo así como una emoción que no era lástima, sino una mezcla de
cariño y también de rabia por verla todavía joven y tan acabada, tan
agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se
merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre
era inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era
para mi lo peor: saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien
abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el hambre,
consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le
formaban unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le
preguntaba si le pasaba algo. En realidad, se hacía la enojada. Nunca la
vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted
apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más
apagada, más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la
diferencia. Además, una noche llegó un poco tarde (aunque siempre mucho
antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta que yo me
di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de
que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y
después me sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A
mí me preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo
(en los últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y
saber de qué se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo
también me quedé contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y
quizá no esté bien eso de haberme alegrado porque mi madre engañaba a
mi padre. Puede pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto.
Usted la quería. Y eso para mí fue algo así como una suerte. Porque ella
se merecía que la quisieran. Usted la quería ¿verdad que sí? Yo los vi
muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo también trato de
comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende?
Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos
pegaba, a Mirta y a mi, o cuando arremetía contra mamá, en medio de mi
terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí.
También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por
cuanto tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero
hace por lo menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme.
Me resulta extraño verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo
borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no dice nada. Yo creo que
cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un hombre, a lo mejor
me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les
pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que papá no habría hecho
lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O usted cree lo
contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa
tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes
dos? No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde,
cuando tomó más grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá.
Yo pienso que, en otras condiciones, él habría comprendido que mamá
necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio sólo le había
dado golpes. Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como
yo. Por eso, hace un rato, cuando usted se me acercó y me invitó a tomar
un capuchino con tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba con
ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor usted no lo
sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy callada y sobre todo
no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien.
Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así
como un premio para ella, que no lloraba nunca.
-o-
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